Este 15 de noviembre es el tercer aniversario de la clasificación de Perú al Mundial de Rusia 2018, después de 36 años de fracasos. Crónicas, personajes e hitos de una historia de reconciliación entre la selección y sus hinchas.
Tuvieron que pasar 36 años para que millones de peruanos vieran por primera vez a su selección en un mundial de fútbol. Algo que, por lo demás, podría parecer una nimiedad en un país en el que está todavía todo por construirse: la democracia, nuestra identidad, los puentes entre clases sociales, el proyecto de nación. Pero el fútbol, aquí, como en muchas otras partes del mundo, es mucho más que un deporte: es, justamente, uno de esos caminos para la construcción de identidad, uno de los motivos para unirnos, de una vez por todas, y sentir orgullo por nuestros colores.
La clasificación a Rusia sirvió para unir a un país fracturado, dividido, que sigue intentando descifrar su identidad
Eso sucedió hace exactamente tres años, cuando la selección peruana derrotó a la neozelandesa por 2-0 en el Estadio Nacional de Lima, en la vuelta del repechaje para clasificar a Rusia 2018. El rival no podía ser más improbable, así como era de no creerse que la hazaña se estuviera logrando sin Paolo Guerrero, capitán, goleador, ídolo de masas. Sin él, suspendido de manera polémica por dar positivo a un control antidoping, fue su compadre Jefferson Farfán quien, entre lágrimas, empezó a consumar el sueño, celebrándolo con la camiseta número 9 del goleador, frente a 30 millones de almas que también lloraron con él. Hoy, en AS Perú, celebramos el aniversario de la clasificación a Rusia tan conmovidos y orgullosos como ese 15 de noviembre de 2017, el día en que se cumplió el sueño de todo un país.
Cuando, el miércoles 15 de noviembre, el reloj marcó las 21:43, Lima tembló. Y no fue, como es habitual en estas latitudes, por un movimiento de la Placa de Nazca. Fue Jefferson Farfán, un jugador de fútbol, el que provocó el remezón. Tembló Lima y temblaron los corazones de 30 millones de peruanos. El delantero acababa de marcar el gol que le daba a Perú la clasificación una Copa del Mundo después de 36 larguísimos años. La aplicación Sismo Detector registró un movimiento inusual en la capital, y el director del Instituto Geofísico del Perú lo explicó: “Se produjo una vibración propagada por el suelo provocada por los saltos eufóricos al unísono de unas cincuenta mil personas que asistieron al Estadio Nacional”. Fue el temblor más lindo del mundo. Sin sustos. Sin traumas. Sólo lágrimas de alegría. La selección peruana logró clasificar al repechaje para Rusia 2018 después de una serie de resultados y eventos afortunados que cambiaron el curso de la historia. Los puntos ganados en mesa contra Bolivia, la improbable goleada en Asunción, el histórico triunfo en Quito, el empate épico en Lima frente a Colombia… el destino, por fin, después de tanto tiempo, había permitido que los peruanos pudiéramos sentirnos orgullosos de nuestros jugadores, de nuestra selección, de nosotros mismos. Las eliminatorias para Rusia empezaron como suelen hacerlo aquí: con cierto pesimismo, teniendo en cuenta la historia reciente y el nivel de los rivales de la región. Perú estaba acostumbrado a ver, junto con bolivianos y venezolanos, cómo el sueño se esfumaba siquiera antes de empezar a construirlo, cómo las opciones -siempre insignificantes- se desvanecían después de las primeras jornadas, con goleadas en casa, papelones de visita, indisciplinas de sus futbolistas. Todo tenía que cambiar drásticamente, y fue lo que sucedió. Ricardo Gareca logró armar un plantel competitivo después de chocar contra la realidad.
En el camino, tuvo que sacrificar a algunos referentes (Claudio Pizarro y Juan Vargas, por ejemplo), construir una idea, armar un discurso, convencer a 23 futbolistas y 30 millones de ciudadanos de que había cómo. De que no era un cuento. De que se podía soñar. Las cosas no empezaron bien: derrota en Barranquilla, derrota en Lima contra Chile, triunfo sufrido frente a Paraguay, caída ante Brasil, empate en casa contra Venezuela, derrotas en Montevideo y La Paz… 4 puntos en 7 partidos que reconfirmaban el drama histórico de la Blanquirroja en eliminatorias. Después, pudimos ganarle a Ecuador en Lima, pero la victoria más importante llegó desde las oficinas de la Conmebol, que le dio el triunfo a Perú sobre Bolivia después de que los altiplánicos alinearan a un jugador que no había sido bien inscrito. Con ese resultado, dábamos un salto más anímico que matemático, pero bastó para entrar enchufados en la segunda ronda, donde hicimos historia. Primera victoria en Asunción, triunfazo en el Nacional contra Uruguay, hazaña en Quito. No había cómo detener a esta selección que se metió por la ventana al repechaje tras empatar en Buenos Aires y en Lima ante Colombia en un partido polémico que sería catalogado como el Pacto de Lima. Perú clasificaba al repechaje y se acercaba al Mundial, sobre todo porque el rival -Nueva Zelanda- no se presentaba como un hueso demasiado duro de roer.
Después del gol de Farfán contra Nueva Zelanda, se registró un sismo en los distritos aledaños al Estadio Nacional
En el camino, Paolo Guerrero fue suspendido por un test antidoping que dio positivo, y los de Gareca tuvieron que viajar miles de kilómetros para consumar el sueño frente a los kiwis. Ahí, sin su referente y goleador, sacaron un empate que dejó más dudas que certezas, pero en el Nacional la historia sería distinta. En la vuelta, Lima temblaría. Farfán abrió el camino después de que 30 millones de peruanos rematáramos con él desde el borde del área, y Christian Ramos lo cerró con un gol desde al área chica cuya celebración a lo Hombre Araña recordaremos por siempre. Es el recuerdo más lindo para dos generaciones acostumbradas al fracaso, a chocarse contra la pared, a estar dispuestas a dejar de soñar. Lima tembló porque lo merecía. El Perú entero celebró porque ya le tocaba. Ese día cambió un poco el mundo para nosotros. Era el sueño de una vida entera cumpliéndose.
El 3 de noviembre de 2017, a ocho días de viajar a Wellington para disputar la ida del repechaje frente a Nueva Zelanda, los peruanos despertamos con lo que parecía una mala broma. La FIFA anunció que los controles antidoping a Paolo Guerrero, después del partido del 5 de octubre frente a Argentina, habían dado un “resultado analítico adverso”, con lo que quedaba suspendido por 30 días. El capitán se perdería los dos partidos más importantes de su carrera. Y de nuestras vidas. Pero sus compañeros terminaron el trabajo empezado tres años atrás, con lo que al goleador solo le quedaba centrarse en llegar a Rusia. Su equipo apeló ante la FIFA, pero el Comité Disciplinario de la institución concluyó que el positivo por benzoilecgonina, una sustancia presente en la cocaína, era suficiente para suspenderlo por un año de toda competición. El entorno Guerrero siempre negó cualquier posibilidad de consumo de drogas y sugirió que el positivo podría haberse producido por tomar un mate de coca en la concentración de la selección, en Lima. Aún así, el Mundial se esfumaba.
El caso Paolo se volvió inmediatamente un asunto de interés nacional. El presidente de la Federación Peruana de Fútbol, Edwin Oviedo -quien, por cierto, hoy cumple prisión preventiva por liderar una banda criminal-, viajó con el futbolista a Suiza para reunirse con Gianni Infantino y presentar una apelación en el Tribunal Federal de ese país. Finalmente, la instancia judicial resolvió que se suspendiera la sanción, con lo que Guerrero recibió el visto bueno para integrarse a la selección sólo 16 días antes del debut en Rusia ante Dinamarca, y sin apenas partidos oficiales encima. El capitán no fue titular en la primera jornada, pero se sacó un inmenso peso de encima al anotar frente a Australia, en la última fecha. El gol, que pesó poco en la tabla del grupo, fue un cierre casi perfecto para una pesadilla nacional. Una reconciliacón con la historia deportiva. Después del mundial, el TAS ratificó la sanción inicial de 14 meses y Paolo volvió a quedarse sin fútbol. Pero el niño que fue, y que soñaba con anotar en una Copa del Mundo con la banda de capitán, estaba agradecido. Y el país, también.
La celebración del gol de Farfán frente a Nueva Zelanda resumió el amor que siente por Paolo Guerrero, su amigo del alma: Jefferson abrazó una camiseta con el número nueve, se la puso sobre el rostro y lloró ante su ausencia. Eran lágrimas de alegría pero también de rabia: Paolo no había podido estar con él donde siempre habían soñado. La amistad de dos de los mejores jugadores de la historia de la selección nació en 1996, cuando Farfán se unió a las divisiones menores de Alianza Lima, donde Guerrero ya destacaba por sus goles y su liderazgo. Y se extendió también a las aulas del colegio Los Reyes Rojos, que compartieron entre tercero y quinto de media.
La experiencia en el colegio fue definitoria para ambios. "El punto básico fue reforzarles la autoestima y desarrollar su fuerza interior para que no se sientan menos que nadie, que no persigan a jugadores de Brasil para que les regalen sus camisetas, que no se sientan menos que los blancos. El racismo es grande en el Perú. Y, lamentablemente, se acrecienta en los colegios”, señaló Constantino Carvallo, fallecido exdirector del colegio que firmó un convenio con Alianza para educar a algunos de sus juveniles.
Paolo es el hermano que no tuve
Jefferson Farfán
Desde entonces, ambos han roto muchas de las barreras deportivas y sociales a las que se enfrentaron, y se convirtieron en los referentes no solo de una selección, sino también de un país entero. Finalmente, pudieron cumplir el sueño de jugar un mundial juntos, como en las canchas de La Victoria y en los patios del colegio.
Cualquier peruano que diga que el 2 de marzo de 2015 se imaginó todo lo que ha sucedido con la selección de un tiempo a esta parte estaría mintiendo. Ese día Ricardo Gareca firmaba su contrato como director técnico después de otro capítulo negativo en la historia de Perú a cargo de Sergio Markarián. El argentino había consolidado su carrera como técnico de Vélez Sarsfield, pero llegaba después de un mal paso por el Palmeiras. Su pasado en Universitario de Deportes y el gran nivel que mostró Vélez bajo su mando eran cartas de presentación que no invitaban a ilusionarse demasiado. En su primera conferencia de prensa, Gareca lanzó una frase que luego se volvería una suerte de mantra: “Yo creo en el jugador peruano”, dijo el ‘Tigre’. Y el jugador peruano respondió con creces.
En el mismo año de su presentación, la selección hizo una gran Copa América en Chile: se fue eliminada en semifinales por los locales y dejó una imagen distinta a la de épocas anteriores. Un equipo que ilusionaba, por primera vez en mucho tiempo. La Copa en Chile sirvió para sacar conclusiones: Gareca no contaría más con Claudio Pizarro, Juan Vargas, ni Carlos Zambrano, líderes de un grupo acostumbrado más bien a perder. Llegó la renovación con futbolistas como Renato Tapia y Edison Flores y, a pesar de que la Copa del 2016 no fue demasiado positiva, ya había un equipo consolidándose. Las eliminatorias para Rusia confirmaron que la mentalidad del futbolista peruano estaba cambiando poco a poco y, sobre todo, que Ricardo Gareca era un seleccionador fantástico. Tras el final del Mundial, en el que Perú pudo lograr algo más de lo que consiguió, el país estuvo en vilo por unas semanas hasta que el ‘Tigre’, ídolo nacional, decidió renovar su contrato al frente de la selección. Ya es el técnico con más tiempo a cargo de la blanquirroja, pero su trabajo no ha terminado.
El Atahualpa de Quito es uno los estadios más complicados del mundo. No es una exageración. Ahí, en el último par de décadas, la selección ecuatoriana se ha hecho prácticamente invencible: han caído en la altura de la capital argentinos, brasileños, uruguayos, y, por supuesto, peruanos. Ahí, la selección no había ganado nunca, frente a un cuadro que siempre se sintió cómodo jugando en casa contra la blanquirroja. Pero la historia tenía que cambiar. El momento había llegado. Perú llegaba después de batir en casa a Uruguay y Bolivia, de forma consecutiva -algo visto muy pocas veces-, con la moral por los cielos y consciente de que, para llegar a Rusia, había que lograr otra hazaña, como fue la goleada por 4-1 en Asunción, que también rompió con una larguísima racha negativa.
Gareca planteó ese partido con su once de gala, con la excepción de que Aldo Corzo ocupó la banda derecha de la defensa. El lateral sería una de las figuras más importantes -e improbables- de las últimas fechas de las eliminatorias. La selección venía jugando bien, con una idea totalmene consolidada y que la convertía, por primera vez en décadas, en un rival temible para cualquier equipo. Si bien Paolo Guerrero era la clave en ataque con sus goles y su capacidad de arrastrar marcas, Flores, Carrillo y Cueva formaban detrás de él una línea dinámica, de futbolistas que intercambiaban constantemente sus posiciones, lo que los volvía inubicables para las defensas contrarias. Gracias a ellos, Perú salió al Atahualpa a dominar el balón, algo poco antes visto y muy difícil de lograr en la altura de Quito frente a un equipo muy físico.
Flores y Hurtado marcaron en Quito dos de los goles más importantes de la historia de la selección peruana
A los 73 minutos, cuando la selección asediaba a la defensa de Ecuador y se hallaba instalada en campo rival, el ‘Oreja’ Flores, en una jugada que parecía inofensiva, lanzó un potente zurdazo cruzado desde muy lejos que superó al portero Banguera. Tres minutos después, cuando los locales todavía no se recuperaban del golpe, Paolo Hurtado, que había reemplazado a Carrillo, cerró un contragolpe con una definición suave y precisa desde el borde del área. Era 2-0. Perú hacía historia. El descuento de Ecuador llegó rápido, después de un penal torpe de Ramos, lo que convirtió los últimos 10 minutos en los más largos en mucho tiempo, pero finalmente terminaron. La blanquirroja rompió una racha eterna y, con el triunfo, se metió por primera vez en zona de clasificación, específicamente en el cuarto lugar, desplazando a Chile y a Argentina. El “gloria a Perú en las alturas” pronunciado con pasión por Daniel Peredo, el fallecido relator de los partidos de la selección, una vez que finalizó el encuentro, nos acompañará por siempre. Quito fue el punto de inflexión. Rusia estaba a la vuelta de la esquina.
Perú llegaba a la última fecha de las eliminatorias en puesto de repechaje después de una serie hazañas de visita y en casa. La última y muy dura prueba que había enfrentado la selección tuvo lugar en Buenos Aires, sólo cinco días antes. La Argentina de Lionel Messi se jugaba la vida, con la clasificación en riesgo después de décadas. La AFA decidió jugar el partido en La Bombonera para meter presión a las peruanos, porque en el campo la selección de Sampaoli no convencía. Los de Gareca sacaron un punto vital con una inmensa actuación de Pedro Gallese y de toda la defensa, en la que destacaron Miguel Araujo y, nuevamente, Aldo Corzo. Con el empate, Perú llegaba a la última fecha, en la que recibiría a Colombia, en el quinto lugar, empatado con Argentina pero con mejor diferencia de gol. Chile era el tercero, empatado con la selección cafetera, que se ubicaba cuarta, gracias también a su mejor diferencia de gol. Hasta Paraguay, en el séptimo lugar, y con solo un punto menos de la blanquirroja, tenía chances de clasificar a Rusia. Una última fecha no apta para cardiacos.
En un Estadio Nacional abarrotado, la selección no supo lidiar con la presión de su público y de la historia, y realizó uno de sus peores partidos de la eliminatoria. Guerrero estuvo desconectado del resto del equipo, el mediocampo se vio totalmente superado por el colombiano, que jugó con personalidad e intensidad incontenibles, lo que le rindió frutos cuando, al 56’, James Rodríguez puso el primero. Los nervios de nuestros seleccionados eran evidentes: los pases siempre terminaban en los pies de los hombres de amarillo, no había duelo que no ganaran los cafeteros, que salieron a arrollar a los locales. Pero apareció un héroe inesperado, figura en Quito y en Buenos Aires: cuando el tiempo empezaba a acabarse, el gran Aldo Corzo forzó una falta fuera del área tirándose literalmente de cabeza contra el pie de un colombiano. El árbitro señaló tiro libre indirecto, pero Paolo Guerrero, que se había parado detrás del balón, ya lo había decidido: iba a patear al arco. El remate del delantero, frente a un estadio mudo, pasó por encima de la barrera e ingresó al arco. Paolo corrió a celebrar en medio de la incertidumbre de narradores, espectadores y el resto de futbolistas. Al parecer, David Ospina había desviado el tiro con las puntas de sus dedos, por lo que el gol contaba. “¡La tocó! ¡La tocó!”, gritó el gran Peredo, y confirmó que el gol era gol. Los últimos minutos fueron polémicos: con el empate y los resultados en otros campos, las dos selecciones clasificaban -Colombia directamente y Perú al repechaje-. Falcao se acercó a varios jugadores peruanos y mandó un mensaje que no necesita ser confirmado por ninguno de sus protagonistas: se había firmado tácitamente el Pacto de Lima. El resto es historia.
Cuando Ricardo Gareca, el día en que fue presentado como técnico de la selección, dijo que confiaba en el talento del futbolista peruano, era porque algo había visto. Algo que la mayoría de los peruanos sabíamos y que había demostrado ser insuficiente: talento hubo desde siempre. El problema era de otra naturaleza. Con Sergio Markarián, tuvimos una explosión de talentos individuales (Vargas, Farfán, Paolo, Pizarro) que no lograron compenetrarse bien. Hubo muy pocos momentos en los que esa selección pudo dominar a algún rival serio y las innumerables derrotas mermaron demasiado su moral. El recambio generacional era indispensable si es que Perú quería volver a ilusionarse… pero tampoco debía ser tan drástico.
Guerrero tomó definitivamente la posta a Pizarro como el capitán y el líder indiscutible del grupo dentro y fuera del campo. Nunca se había sentido tan libre. Él y Farfán fueron los que guiaron, de cierta forma, a la nueva generación que se abrió paso en la era Gareca. El seleccionador hizo debutar a Pedro Gallese, Renato Tapia, Edison Flores, Pedro Aquino, Miguel Trauco, Miguel Araujo y Luis Abram, para mencionar a quienes son titulares y conforman la columna vertebral del equipo actual. Salvo Gallese, que ya tiene 30 años, todos nacieron entre 1994 y 1996 y rondan los 25 años, por lo que tienen un par de procesos eliminatorios más en el camino.
Gallese, Tapia, Flores, Aquino, Trauco, Araujo y Abram debutaron con Gareca
El talento, como en el caso de Vargas o Pizarro, era evidente, en algunos más que en otros, pero lo que demostró esta camada es que la autoestima era más alta, en cierta medida por el trabajo de Gareca, un buen motivador, pero también porque los resultados ayudaron. La primera experiencia de muchos de ellos fue en la Copa América del 2015, en la que se convencieron de que podían complicar a cualquier selección y, a pesar de algunas derrotas inevitables, ese convencimiento se materializó en triunfos históricos. Ganar genera confianza y la confianza también gana puntos: es un círculo virtuoso que esta generación de futbolistas sigue alimentando. La clasificación a Rusia fue seguida inmediatamente por un subcampeonato en la Copa América del 2019 después de 44 años, el momento consagratorio para muchos de ellos. El futuro pinta bien para la selección peruana siempre y cuando se sigan respetando los procesos. Quienes reciben la posta de Guerrero y Farfán deberán, como hicieron ellos, guiar a los que vengan. Esa es la clave.
A Renato Tapia le importa poco que lo llamen el Capitán del Futuro. Parece entender, a sus 25 años, que los rótulos y los cargos son lo que menos importa en el fútbol, sobre todo en el de selecciones. “Me nombraron el Capitán del Futuro, pero eso no pesa. Hay muchos líderes en el grupo. Ser capitán es una cuestión simbólica, no representa mucho para nosotros. El que sale de capitán sale en representación del grupo”, asegura. El volante debutó en la selección mayor a los 19 años, en el 2015, como una de las apuestas fuertes del recién llegado Ricardo Gareca, y nunca desentonó. Fue uno de los jugadores claves de la eliminatoria que nos llevó a Rusia, con partidos que confirmaron por qué su debut profesional se había dado en la Eredivisie holandesa, con la camiseta del Twente, y que lo llevaron a fichar por el Feyenoord en el 2016.
"Jugar para Perú es una responsabilidad muy grande"
Renato Tapia
Los dos partidos frente a Ecuador fueron trascendentales para él y la selección. En Lima, marcó un tanto sobre el final para conseguir una victoria clave, mientras que en Quito se reservó el pasaje para Rusia. “Sabíamos que íbamos a llegar al Mundial. Creo que el partido clave, el punto de quiebre, fue contra Ecuador allá. Ese partido marcó una expectativa mayor”, dice Tapia, quien se refiere al momento en el que le ganamos a Nueva Zelanda como uno de “desahogo”. "Que tu esfuerzo se haya visto recompensado después de muchas fechas, de muchísimo trabajo, viajes, cosas que pasaron durante todas las eliminatorias… Fue un desahogo total. Estuve muy orgulloso de mí y de mis compañeros”, agrega uno de los líderes de la selección. Gareca ha sido clave en su vida “a nivel profesional y personal”, ya que lo ha ayudado a “cambiar muchísimo” su forma de pensar. Es lo que dicen muchos futbolistas del técnico argentino, capital en su crecimiento deportivo y humano. En este 2020 tan complicado, cuando el país ha entrado en crisis y los conflictos sociales han estallado, Renato también ha sido una de las voces del pueblo peruano, usualmente golpeado por la realidad. “Jugar para Perú es una responsabilidad muy grande, es una oportunidad para darle alegrías a un pueblo que siempre estuvo necesitado”, finaliza Tapia, como el capitán que ya es. El futuro ha llegado.